Me despierto en mi camarote del velero Isadora y salgo a cubierta para disfrutar, una mañana más, de las vistas de la que ha sido mi efímera casa durante los cuatro últimos días. Las aguas turquesas se extienden, cubiertas por los reflejos del sol, hasta las blancas arenas de la playa El Yaque, donde hemos amanecido desde que llegamos a la Blanquilla. Las hojas de dos palmeras solitarias se mecen al mismo ritmo que el barco, en medio de la playa de Robinson Crusoe, en una imagen que estoy seguro que algún día vi en el fondo de pantalla de un ordenador.
La historia de este viaje empezó en Canaima, en la vigilia de nuestra travesía hasta el salto Ángel, a más de mil kilómetros de distancia de esta isla paradisíaca. Allí conocimos a una pareja peculiar. Beba, una ejecutiva caraquense que, tras vivir una larga temporada en Europa, volvió a Caracas, dispuesta a enfrentar todos los diablos, pero también a disfrutar de todas las maravillas de este singular país. Y Charles, un francés instructor de esquí que conoció fortuitamente a Beba y se enamoró de Venezuela en las recientes escapadas al país caribeño.
Tras la cena, la pareja nos invitó a conversar con ellos y a compartir una buena botella de vino, un gesto que repetiríamos unos días después perdidos en la inmensidad del mar Caribe. Entre copa y copa, fuimos tejiendo una animada conversación, que fue desde el sentido de la vida hasta nuestra intención fallida de visitar los Roques por falta de presupuesto, pasando por los últimos atentados sucedidos en París y la idiosincrasia chauvinista de los franceses. El grado de complicidad fue en aumento conforme fueron cayendo las botellas de vino, hasta que Beba nos hizo la inesperada invitación: «En una semana estamos viajando a la Blanquilla en un velero que hemos contratado. ¿Por qué no os venís con nosotros?».
Desde nuestra llegada a Venezuela estábamos viendo cómo llegar hasta alguna isla paradisíaca perdida en medio del Caribe, de manera que no nos costó mucho decidirnos. Después de tres años y medio recibiendo invitaciones surrealistas de todo tipo, nos dejamos llevar por las causalidades que te brinda la ruta y aceptamos formar parte de esta nueva aventura, a bordo de un velero de 40 pies que compartiríamos con ellos dos, el capitán, Alfredo, y Chus, su ayudante a bordo del Isadora.
Antes de que dejáramos atrás la costa de isla Margarita, las nauseas y el movimiento pendular que sentía en mi cabeza me llevaron a aceptar la pastilla que me ofreció Beba para dormir como un angelito en mi estrecho camerino durante toda la noche. Diez horas más tarde, tras navegar más de 150 kilómetros, abrí un ojo y subí a cubierta para disfrutar de la primera salida de sol en alta mar. Pasaron algunos minutos y a nuestra derecha aparecieron los hermanos, un archipiélago con cinco montículos pelados que anunciaban la llegada a nuestro destino.
El capitán nos llevó en la barca hasta una playa y nos dijo que iba a hacer los trámites para registrar nuestra llegada. «Playa Falucho», leemos en un letrero mientras nos acercamos a la orilla, perplejos por la transparencia de las aguas que se mecen entre nuestros pies. Al fondo de la playa parece que estan colocando unas construcciones básicas de madera para promover el turismo en la isla, que todavía se encuentra sin explotar en este ámbito. Damos un paseo por sus arenas hasta llegar a una pequeña elevación del terreno, desde donde podemos divisar una vista panorámica de la playa. Al otro lado nos encontramos con una ensenada desierta que nos hace pensar en todos los rincones vírgenes que nos esperan en los próximos cuatro días.
La Blanquilla es una isla sin población fija. Su forma es parecida a la concha de una vieira, con una extensión de 64 kilómetros cuadrados. Actualmente forma parte de las dependencias federales del Gobierno venezolano. Posiblemente por eso la isla se ha mantenido virgen, ya que sólo viven algunos militares que se van turnando en sus tareas y un puñado de pescadores margariteños que pasan algunas temporadas trabajando desde un rústico campamento.
De hecho, durante los cuatro días que hemos estado en la isla sólo nos hemos cruzado con dos turistas, una pareja de franceses jubilados que decidieron dejarlo todo, vender su casa y comprar un lujoso catamarán con un instructor de navegación que cruzó el Atlántico con ellos y los dejó a su suerte en el otro extremo del océano. La señora nos confesó que pocas veces antes lo había pasado tan mal. Tras vivir las 12 horas de navegación entre isla Margarita y la Blanquilla en unas condiciones climáticas de bonanza, no querría haber estado en la piel de esta pareja que tuvo el valor de cruzar el Atlántico sin a penas tener experiencia en navegación. Un ejemplo más de que los sueños están para cumplirlos, sea cual sea la edad y la dificultad de los mismos.