El cabo Polonio es uno de esos rincones del mundo que conservan una energía especial, que consiguen cautivarte, al menos si llegas en el momento adecuado. Su calma extraña se puede sentir en cada poro de sus caminos de arena; en cada duna de sus playas; en el descanso despreocupado de sus lobos y leones marinos, que tras años de matanzas sistemáticas para extracción de aceite disfrutan ahora de la distinción de la zona como parque nacional.
Sin duda, esta población de unos cincuenta habitantes fijos ha debido de cambiar bastante desde la desaparición, en octubre de 1991, de la Industria Lobera y Pesquera del Estado. No obstante, de momento el cabo continua sin algunos elementos que caracterizan cualquier pueblo o ciudad moderna. No llega la energía eléctrica, salvo al faro, que depende del ejército; el agua se extrae de pozos que excavan los propios habitantes; tampoco hay sistema de alacantarillado ni carreteras.
Aislado por un extenso sistema de dunas móviles, el acceso rodado a cabo Polonio se restringe a algunos autos autorizados y a unos camiones 4×4 que en los últimos años cubren una línea regular desde la entrada al parque. Y en temporada alta atrae hasta 2000 turistas diarios.
Tras pasarnos por el faro decidimos dar un paseo por la playa, donde nos cruzamos con una viajera francesa que, seducida por los encantos de este agreste punto del planeta, ha hecho un alto en el camino para quedarse por aquí durante un tiempo.
Poco a poco, vamos dejando atrás el pueblo, formado por pequeñas casitas de tejados triangulares esparcidas por la arena como si fueran hongos. Sus habitantes ocuparon el lugar de forma espontánea, primero llamados por el negocio lobero y posteriormente buscando un entorno diferente al que estaban acostumbrados, un mundo más natural y menos perturbado por la mano humana.
Durante el resto del camino únicamente nos topamos con pájaros y con el cuerpo inerte de algún lobo marino, que según un lugareño, padece de tuberculosis. Avanzamos hasta encontrarnos con unas grandes dunas, que llegan a sobrepasar los 20 metros de altura. Después de pasear durante dos horas, nos subimos a una de ellas y nos sentamos a meditar, acariciados por el viento, alimentados por el sol, mientras escuchamos el incesante sonido de las olas, siempre presente.
A nuestro regreso nos subimos al faro, desde donde podemos espiar a los lobos marinos. Únicamente dos delfines tonina, que saltan en pareja frente a nosotros, consiguen distraer nuestra atención.
Paseamos por el centro del pueblo y llegamos hasta el punto donde llegan los camiones 4×4, con sus casas pintadas de colores y con símbolos de paz y libertad. Nos sentamos en una terraza y sentimos una extraña sensación, una energía a la que no estamos acostumbrados.
El zumbido incesante del mar lo envuelve todo. No pasa ningún vehículo. Y las pocas personas que nos cruzamos están como hipnotizadas. Como nosotros. La calma de cabo Polonio nos deja extrañados por momentos… después únicamente dejamos fluir el sonido de las olas y disfrutamos de un ambiente prácticamente insólito para nosotros, una atmósfera que se verá quebrada en cualquier momento, en cuanto llegue el próximo camión lleno de turistas.
De repente me entran unas ganas enormes de vivir el cabo Polonio de noche, pero no llevamos encima dinero suficiente para pagar una noche de hostel, ya que no teníamos previsto pernoctar.
En el poco tiempo que nos queda antes de que salga el último camión del día, el de las 18 horas, decidimos proponerle al responsable de alguno de los hostels un intercambio: alojamiento a cambio de una entrada con vídeo en nuestro blog.
Llegamos hasta el primer alojamiento, el hostel del Cabo. Sin insistirle demasiado a Pancho, que sería nuestro anfitrión por unas horas, nos invita a pasar la noche en su casa, sin darle demasiada importancia a la entrada en el blog. Tras la tormenta que ha caído en los últimos días, Pancho está arreglando los destrozos para poder abrir la temporada hoy mismo, coincidiendo con el inicio de la primavera.
Un molino de viento provee a toda la casa de electricidad, mientras que el agua proviene de un pozo y el teléfono e internet ya llegaron hace un tiempo y facilitan las reservas de un hostel que en verano difícilmente habría tenido camas libres. Somos los primeros inquilinos de la temporada, junto a dos chicas de Canelones.
Sentados en la terraza con unas mantas encima, despedimos al sol mientras esperamos, con algo de impaciencia, la salida de la luna. De repente, un punto rojizo sobresale del horizonte y la luna, resurge, como pixelada, del océano Atlántico, iluminando todo a su alrededor. A pesar del frío no podemos resistirnos a hacer un paseo por la arena con este baño plateado que substituye a la mejor linterna.
Al día siguiente, el sol sale de nuevo por encima del mar, mientras la luna lo mira de frente. Valió la pena despertarnos a las 6.30 horas para presenciar este baile astral. Miro de nuevo hacia el mar, mientras el astro rey se alza, majestuoso. Y cuando me giro, el telón se ha cerrado con un velo de nubes que anuncian lluvia. La luna se ha esfumado, más allá de las dunas.
Nos quedamos a solas con el sol y con el viento del Este, que transporta hasta nosotros el fuerte olor de los lobos marinos. Deben de seguir echados sobre las rocas, aletargados, como cabo Polonio, que ya se empieza a preparar para la llegada de los turistas en el primer fin de semana de la primavera.