Las carreteras de Colombia se caracterizan por el pago de peajes. Circular por las principales vías que unen las poblaciones más importantes del país traen implícitas esas constantes paradas en las que te toca sacar un billete para asegurar el mantenimiento de las infraestructuras viales y llenar los bolsillos de los dueños de las concesionarias. Sin ir más lejos, viajar desde la capital, Bogotá, hasta Cartagena por carretera, vía Barranquilla, supondrá para el conductor ni más ni menos que 16 paradas en 1100 kilómetros de recorrido.
Pero los peajes colombianos no sólo sirven para dar de comer a las empresas constructoras. En nuestro paso por el país hemos tenido que detenernos a pagar los peajes aparentemente más festivos, y también los más desgarradores de nuestras vidas. Algunos de ellos han conseguido sacarme una sonrisa agridulce y entrecortada, mientras que otros, como los peajes del hambre de la Guajira, me han sumido en un profundo sobrecogimiento que vuelve a alcanzarme mientras escribo estas líneas.
A diferencia de los peajes europeos, donde el factor humano cada vez escasea más y la tecnología va substituyendo día a día la atención personalizada, en Colombia -como en la mayoría de países sudamericanos- las estaciones de peaje todavía se nutren de personas. Y no sólo hay un operario en la casilla correspondiente a cada carril, sino que vienen rodeadas de toda una algarabía de vendedores ambulantes.
A penas te vas acercando al punto de pago, varios comerciantes se acercan hasta tu vehículo para venderte café, refrescos, golosinas, frutos secos, pan de queso, cargadores para móviles, palos de selfie o cualquier producto típico que puedas imaginarte.
En el altiplano boliviano llegaron a ofrecernos un trozo de carne dentro de una bolsa. Cuando la mamita vio la mezcla de sorpresa y asco en nuestras caras, se giró hacia una de sus compañeras. «Gringos», le dijo con un cierto tono despectivo, y se fueron directas al buscar un cliente nacional que supiera apreciar las bondades de su producto. Unos meses más tarde decidimos, definitivamente, sacar la carne de nuestras dietas.
Sonrisas agridulces en Ciénaga Grande
Según nos habían comentado, en los días previos al carnaval de Barranquilla, en el camino hacia la capital del Atlántico colombiano, la población local levanta cuerdas en la carretera para cobrarte un pago adicional si quieres llegar hasta la sede de la gran gozadera caribeña. El día previo a la Batalla de Flores -uno de los desfiles centrales del esperado evento- veníamos expectantes desde Aracataca, la población donde el Nobel colombiano Gabriel García Márquez pasó los primeros años de su vida. Finalmente, llegamos hasta el Caribe, a la población de Ciénaga.
Cuando pasamos por la carretera que une Ciénaga con Barranquilla nos cruzamos con decenas de comparsas improvisadas que nos pedían una colaboración a cambio de mostrar sus disfraces y hacer su representación en frente del auto.
Muchachos pintados de negro haciendo movimientos espasmódicos con los ojos fuera de sus órbitas, piratas con su parche y su pata de palo, un chico con una máscara de gorila rabioso, militares con un gran arsenal colgado del cuello, grupos de zombis arrastrándose por el asfalto… todos ellos llegaban hasta la Saioneta exigiendo su tasa a cambio de mostrarnos un anticipo de lo que encontraríamos más adelante. Y nosotros intentábamos tener siempre a mano algunas monedas para no decepcionar a nuestros efímeros actores carnavalescos.
Entre comparsa y comparsa, observábamos el paisaje infinito y a la vez desolador que nos iba envolviendo, mientras el ambiente se tornaba cada vez más denso. A nuestra derecha, el imponente mar Caribe, con pequeños puestos improvisados de venta de pescado y marisco de dudosa calidad; a nuestra izquierda, la Ciénaga Grande de Santa Marta, bordeada por decenas de chabolas inundadas por la basura y los desechos de una zona privada de alcantarillado y de dignidad. El hedor a abandono y a putrefacción se entremezclaban en un precarnaval donde los tonos grises eran los protagonistas.
Mientras dos niños de siete u ocho años levantaban tímidamente una cuerda en medio del camino, tres niñas sin disfrazar empezaron a improvisar un baile, posiblemente de carnaval, para recibir una moneda y despejar la vía hasta el próximo show.
Otro grupo de militares se acercó hasta nosotros. Me llamaron la atención los ojos inexpresivos de uno de los chicos. Por un momento, pensé que tal vez no se trataba de un disfraz, sino de un retén militar. Pero las armas eran de madera y los chicos se acercaban pidiéndonos una nueva colaboración. Unos kilómetros más adelante llegamos al peaje oficial, rodeados de vendedores ambulantes. Volvíamos a la realidad. A nuestra cómoda realidad de concesionarios y carreteras arregladas.
Por los asolados caminos de la Alta Guajira
Pero todavía no lo habíamos visto todo en materia de peajes. Los más inesperados y desgarradores los encontramos en los polvorientos y asolados caminos que unen el Cabo de la Vela con Punta Gallinas, en la Guajira colombiana, donde llegamos con un tour organizado.
Habíamos leído sobre la actual situación de alerta por la que pasa la Alta Guajira por la severa sequía que azota la región -en algunas áreas prácticamente no ha llovido en los últimos tres años. Así que cuando llegamos a Uribia, la capital indígena de Colombia, con un 90% de población originaria, decidimos comprar dos packs con 80 bolsas de agua para poder repartir en las zonas más aisladas por donde pasáramos.
Las carreteras de la Guajira, así como sus paisajes y su gente, son de los que no te dejan impasible. Conforme nos íbamos adentrando en la alta Guajira, el ambiente se iba tornando cada vez más desértico. La vegetación iba mermando y los tonos verdes se iban convirtiendo en ocres.
Cuando nos desviamos de la carretera general hacia Punta Gallinas y tomamos un camino por el que difícilmente habríamos podido circular con la Saioneta, los costados de la carretera fueron tomados por los cardones -una especie de cactus- y por uno de los pocos árboles que crecen en estas tierras, los trupillos, que aguantan, aletargados, esperando cualquier gota de agua para revivir.
El hipnotismo del paisaje se esfumó cuando llegamos a la primera población, a penas una docena de casitas precedidas por la basura. Bolsas plásticas, envoltorios de galletas y otros desperdicios enganchados en los cactus y en los árboles pelados nos dieron la bienvenida. Al fondo, aparecieron dos niños pequeños de la comunidad wayúu -el grupo predominante en la Guajira- que vinieron corriendo hasta el vehículo para pedirnos galletas. Como no teníamos, les dimos una bolsa de agua a cada uno y se volvieron, felices, a su casa.
Unos metros más adelante nos encontramos el primer peaje. Mientras un niño de unos nueve años sujetaba una cuerda atada a una rama, bloqueándonos el paso, otro se nos acercó y nos pidió galletas. Nosotros le dimos lo que teníamos: agua. Y la cuerda bajó hasta el nivel del suelo para que prosiguiéramos el camino hasta el punto más septentrional de Sudamérica, el extremo norte de la Alta Guajira.
Los controles se fueron sucediendo, uno tras otro, durante buena parte del camino hasta que el terreno se volvió tan árido que desapareció cualquier rastro de existencia humana. Mientras tanto, de cualquier rincón aparecían dos, tres niños, una familia completa, una abuela que alzaba la cuerda para pedir. En algunos casos solicitaban dinero, en otros galletas. Y nosotros íbamos repartiendo nuestras aguas, como si fuéramos los Reyes Magos de los recursos hídricos.
En uno solo de los peajes una señora se negó a recibir el agua. En otros tomaban el presente con alegría. Algunos la recibían con escepticismo o pedían galletas y acababan por aceptar la bolsa de agua cuando les decíamos que no teníamos dulces. En una de las paradas, se nos acercó un niño. Cuando le dimos la bolsa le cambió la cara, y con una gran sonrisa gritó, sorprendido, «Agua!», como si fuera ese regalo de Reyes que esperaba durante todo el año y que finalmente llegó a sus manos. Y se marcho dando saltitos hasta su puesto de control.
En ese momento no pude contenerme las lágrimas y continué el camino sollozando, mientras veía acercarse a los diferentes grupos de niños para recibir su agua e ir después al 4×4 que nos precedía para recoger su esperada galleta. Las gotas recorrían mis mejillas mientras pensaba lo afortunado que soy por haber nacido donde nací, donde el agua siempre brota del grifo y la comida nunca me ha faltado en el plato.
Lloré mientras pensaba que me había gastado dos miserables euros en un centenar de bolsas de agua, cuando podía haber repartido también galletas o bolsas de arroz o latas de conservas entre una población olvidada permanentemente que a su vez llora las muertes de sus niños por la falta de agua y de alimentos y por la desatención de unas administraciones públicas que, durante décadas, han echo oídos sordos al clamor ensordecedor de la desnutrición.
Seguimos nuestro camino. Dejamos atrás la zona de los peajes del hambre. Nos adentramos en zonas todavía más desérticas, donde las dunas se habían adueñado de todo a su alrededor. Y finalmente llegamos a Punta Gallinas. Después de casi cuatro años habíamos alcanzado el punto más septentrional de Sudamérica, habiendo recorrido el subcontinente de punta a punta.
Me senté en la arena mientras observaba el mar y coloqué una pequeña piedra sobre los montículos pétreos que colocan los viajeros cuando llegan hasta aquí para después pedir un deseo, preguntándome si acaso el mero deseo de una Guajira sin hambruna y libre de esta severa sequía podrá acaso servir de algo, frente al eterno olvido de este remoto rincón del mundo.
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14 comentarios en “Guajira: Los peajes del hambre”
Gracias por el dato Juan Pablo.
Estamos pendientes de contactar con ellos, ya que varios amigos han coincidido en recomendarnos que nos orientemos hacia Señal Colombia.
Para nosotros fue un placer visitar Aguadas, donde nos trataron de forma excelente y estuvimos muy a gusto.
Un abrazo!
Felicitaciones por su programa, y aca les dejo la direccion de un canal publico colombiano,
que les puede comprar el programa, http://www.senalcolombia.tv/parrilla.
Ahhh y muchas gracias por visitar a mi tierra natal Aguadas Caldas.
Doncs sí. Tot i que hi ha una severa sequera per tota la zona. És una situació ben complicada.
Hola Marc! L’altre dia pensàvem amb tu ja que vam veure una furgo igualeta a la teva!!! jeje Moltes gràcies per seguir-nos! Nosaltres tornarem segurament per nadal a casa, pero la idea es venir un o dos mesos i després tornar cap a sudamérica. Si venim us avisem i repetim la paella! 😀
Molt bona història! Tant de bo la pluja es deixi veure aviat per aquella zona.
Soc el Marc de Tarrega (Renault Estafettee 800),es molt molt bonic tot aixo que feu i des d´aqui molta moral.
Quan teniu previst tornar?,si es que voleu tornar es clar.
Hola Erik.
Hay que decir que mayoritariamente en la ruta te suceden cosas buenas y bellas. Aunque también te topas con crudas realidades, sin duda.
Un saludo desde Santa Marta, Colombia.
Hola família. Ja veus que continuem viatjant pel món.
Un plaer que ens seguiu pel mail.
Una abraçada!!!
Com sempre, un plaer poder explicar les realitats que ens anem trobant, i compartir-les amb tots els amics que ens seguiu.
Una abraçada Josep!
Sou una canya!!
Carai em el vostre relat, colpidor y molt creïble, gracies per acostar-m’hi, abraçades Josep
Chicos los admiro mucho, los he seguido desde hace un tiempo ya. Creo que un viaje asi debe ser bello y aveces crudo al mismo tiempo. Saludos desde Canada!
Muchas gracias Alberto. Sí, seguimos aprendiendo de este apasionante continente.
Un abrazo desde Santa Marta, Colombia.
Me alegro verlos bien y sumando experiencias en las rutas un abrazo de acá de Young Uruguay ,