A menudo los detalles más pintorescos, las situaciones más inesperadas aparecen en las poblaciones más recónditas. Conduciendo por el sur de Bolivia me llamó la atención un pueblecito perdido en la inmensidad de las montañas, en algún lugar entre Tarija y Potosí. No se trata de un pueblo turístico. No es un punto de parada obligada ni cuenta con un bar para hacer un alto en el camino. De hecho, deben de ser contados los visitantes que paran aquí. Pero este pueblecito de casas de adobe tiene algo que lo hace especial. O al menos, así me lo pareció a mí.
Mientras pasamos de largo y seguimos la carretera que va hacia el norte, me pongo a repasar mentalmente la imagen que acabo de ver en la entrada del pueblo. Una mujer ataviada con las vestimentas típicas bolivianas hacía autoestop y, al fondo, destacaba una pequeña e inquietante iglesia. Una iglesia de película. No me considero especialmente cinéfilo, pero sí que soy un ferviente seguidor las películas de Tarantino. Y esa iglesia me hizo recordar una imagen que, por unos minutos, me trasladó en el tiempo y el espacio.
– Pasamos por delante de la capilla de la boda de Kill Bill– le digo a Marta mientras nos alejamos algunos kilómetros.
Como Marta no me hace mucho caso, insisto:
– Sería una ubicación perfecta para un guión de Quentin Tarantino.
– Si quieres, volvemos hacia atrás para visitarla-, me responde.
Pensaba que no lo diría nunca. Sin pensármelo dos veces, doy la vuelta y nos dirigimos al pueblo que dejamos atrás.
Aparcamos la furgoneta y nos damos una vuelta por la polvorienta plaza. El suelo tiene la aridez propia de un entorno situado a 3.500 metros de altura. Básicamente, tierra, piedras y algún matorral. Alrededor, las casitas y construcciones de adobe cercan la plaza. Y mires donde mires, las montañas rodean el escenario, presidido por la pequeña iglesia. Atraído por un extraño magnetismo, me acerco a la construcción para hacerle algunas fotografías y un hombre de unos 70 años nos viene a recibir.
Podría ser uno de los personajes principales de la trama, pero no me lo imagino sacando una escopeta para interpretar una violenta escena manchada de sangre, así que lo saludo y le pregunto sobre la iglesia. Nos explica que sólo abre una vez al año, de manera que lo tendremos difícil para visitarla por dentro. Finalmente, le pido si puedo fotografiarme con él y accede satisfecho. Sin saberlo, nos está obsequiando una imagen de película.
En ese momento ya habíamos decidido que nos quedaríamos a dormir en la plaza, en el mismo sitio donde aparcamos nuestra furgoneta vivienda. Le pregunto a nuestro nuevo amigo si el lugar es tranquilo. Y por supuesto que lo es. O al menos, eso parece.
Mientras el sol va desapareciendo tras las montañas, me doy un paseo por los alrededores de la plaza. Mientras tanto Marta acaba de hervir unas hojas de coca para tomar un mate, muy recomendable para evitar el dolor de cabeza en estas altitudes.
La larga sombra que proyectan los últimos rayos de sol dibuja mi sombrero de ala ancha en el suelo de la plaza, mientras dejo la iglesia a mi izquierda. Giro por la primera calle. Al fondo, una señora pasea a sus tres burros. Camino lentamente levantando el polvo del camino y, por un momento, me siento como un personaje de la saga de Kill Bill. El pueblo es tan tranquilo que cuesta pensar que pueda suceder nada, pero por mi cabeza van pasando las escenas del film… quien sabe qué ha podido suceder en el pasado en los alrededores de esta iglesia.
De vuelta a la plaza, una pastora vuelve al pueblo con sus ovejas, mientras un gallo se pasea libremente por delante de la iglesia. Es una construcción modesta, pero bella. Combina un color crudo con otro terroso. Tiene un solo arco que corona la puerta principal, y una sola torre, con una pequeña campana y una cúpula acabada en punta. A pesar de su reducido tamaño, irradia una gran energía y luce brillante con las últimas luces anaranjadas de la puesta de sol.
Tal vez su estructura no sea como la de la capilla escogida por Tarantino para la masacre nupcial de Kill Bill. Pero bien tiene un aire a esa construcción situada en Texas, a unas tres horas de Los Ángeles. Y el entorno invita a fantasear con la idea de realizar un cortometraje en este pueblo perdido en el sur de Bolivia.
Una mujer pasea a dos cerdos delante de la iglesia. Le da una patada al más grande para que camine. Un coche solitario pasa por la recta carretera que va a Potosí, rompiendo el silencio por unos segundos. Todo transcurre con tranquilidad en este rincón del mundo. Como siempre. Pero, por un momento, en mi mente, un guión violento y sanguinario recorrió las calles y la plaza polvorienta de este pacífico pueblo. Un pueblo para Quentin Tarantino.